El mercado de las ideas (epílogo)

(viene de parte IV)

Mi andadura por la divulgación científica tuvo su punto de inflexión en 2004. En una época en la que no existían las redes sociales y los actuales gurús de la divulgación aún no tenían blogs, libros publicados ni perrito que les ladrara, tuve el honor de recibir un Premio Prismas por mi manuscrito sobre estructuras de tensegridad. Al año siguiente, el manuscrito sería publicado para ponerse a la venta junto al periódico La Voz de Galicia, pero la Casa de las Ciencias decidió hacer un cambio. El libro, que inicialmente tendría como título “Tensegridad. Estructuras en la naturaleza” se sustituyó por el de “Equilibrio de tensiones”. 

Nadie me explicó el motivo de ese cambio, que tuve que aceptar como hecho consumado, pero no me fue difícil imaginarlo. Resulta que un antropólogo peruano llamado Carlos Castaneda había adoptado el vocablo “tensegridad” para referirse a ciertas prácticas esotéricas que, según él, le habían sido transmitidas por un indígena del pueblo yaqui. Así que tuve que renunciar al título original porque un individuo, con más de chaman que de antropólogo, se había apropiado del palabro en cuestión. Valga esta anécdota para mostrar que si alguien ha conocido las fricciones con la pseudociencia desde sus inicios como divulgador, he sido yo. 

Desde ese entonces, las cosas han cambiado mucho. El cerco se ha ido estrechando en torno a terapias y actitudes sin base científica, y el combate ha ido dando sus frutos en, por ejemplo, sacar a la homeopatía de instituciones donde nunca debió estar. Pero si quienes las fomentan de manera fraudulenta, con un claro fin económico, merecen toda la contundencia de la ley, no debería ocurrir así con los ciudadanos que las practican o utilizan en base a sus creencias. Las motivaciones del público para creer en terapias sin fundamento son muy diversas, y siempre están relacionadas con sus deseos y esperanzas. Por ello merecen respeto y comprensión, evitar la consabida retahíla de calificativos (ignorante, anticientífico, antivacunas…) y atender a sus dudas y temores antes de vomitarles la homilía de la evidencia científica. 

Con independencia de la labor de denuncia, el divulgador acomete la que es su principal labor: ser escritor de la realidad física. En ella, intentará estar a caballo entre la jerga científica y el lenguaje común; aspirará a convertirse en el pensador intruso de Jorge Wagensberg, y a introducir ciencia “de contrabando” como prefería Carl Djerassi. Pero además de saber transmitir, ha de ser comprensivo con su audiencia. En ocasiones, las noticias científicas pueden resultar tan innovadoras y sorprendentes que no es fácil distinguirlas de bulos o noticias falsas. De las siguientes cuatro noticias sólo una de ellas carece de base científica, y para el ciudadano medio no es demasiado evidente de cuál se trata. 







Tengamos en cuenta que confusiones de este tipo suceden hasta en las mejores y más informadas familias. 



En resumen, el científico divulgador debe tener en cuenta un consejo que da el paleoantropólogo John Hawks. 




También debe considerar que existen escenarios y contextos para divulgar absolutamente insospechados, por ejemplo, echando un vistazo en Google Play. 




Un usuario se queja de que esta curiosa aplicación para cargar el teléfono móvil no le funciona, ocasión que aprovechan los desarrolladores para ilustrarle sobre el reiki con estos enlaces:




También debe cuidar el decoro al dirigirse a su audiencia, evitando epítetos desafortunados.














Porque aunque el divulgador o el científico se desgañiten afirmando que ellos son también personas “normales”, su público ha de percibirles más cercanos y empáticos con sus dudas y preocupaciones. Como con ser honesto, no basta con serlo. Además hay que parecerlo.




Agítese antes de usar:
agítense las ideas, agítense los métodos, agítense los lenguajes.

Jorge Wagensberg


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